El pasado 7 de julio explicó en la web del Foro Económico Mundial en un magnífico artículo la situación actual originada por la pandemia del COVID-19 con el título:
Joseph Stiglitz sobre las prioridades para la economía post-COVID (que se puede leer aquí)
Joseph Stiglitz define en pocos párrafos lo que está pasando:
- No puede haber recuperación económica hasta que el virus sea contenido, por lo que abordar la emergencia sanitaria es la máxima prioridad para los responsables políticos.
- Las políticas para proteger a los más necesitados, proporcionar liquidez para evitar quiebras innecesarias y mantener los vínculos entre los trabajadores y sus empresas también son esenciales para garantizar un rápido reinicio cuando llegue el momento.
Al principio de la crisis, casi todos anticipaban una recuperación rápida en forma de V; esto se basaba en suponer que una breve interrupción de la economía sería suficiente, y que, tras dos meses de amorosos cuidados y montones de dinero, retomaría donde había dejado. Era una idea atractiva. Pero ya estamos en octubre, y la recuperación en forma de V es probablemente una fantasía porque la realidad ha desmontado esta previsión. Se empezó luego a hablar de recuperación en forma de L, mucho más lenta, y ahora se empieza a hablar de la K, por la que habrá dos clases de recuperación. Las economías más preparadas lo harán por el brazo ascendente de la K, y las demás irán, incluso cuesta abajo, por el lado inferior de la K. La verdad es que nadie sabe lo que puede pasar, máxime con los importantes rebrotes del virus que se están produciendo actualmente.
El panorama económico actual puede analizarse en dos niveles. La macroeconomía
nos dice que el gasto se reducirá, por el deterioro de los balances de
empresas y hogares, una oleada de quiebras que destruirá capital organizacional
e informacional, y una fuerte conducta precautoria inducida por la
incertidumbre respecto del desarrollo de la pandemia y las respuestas
oficiales. Al mismo tiempo, la microeconomía nos dice que el virus actúa
como un impuesto a aquellas actividades que implican contacto humano cercano;
como tal, seguirá impulsando grandes cambios en las pautas de consumo y producción,
que a su vez provocarán una transformación estructural más amplia.
Por la teoría económica y por la
historia, sabemos que los mercados por sí solos no pueden manejar bien una
transición de esta naturaleza, sobre todo por lo repentina que fue.
También sabemos que las grandes transformaciones estructurales suelen crear
un problema tradicional keynesiano, por aquello que los economistas llaman
«efecto ingresos» y «efecto sustitución».
Aunque los sectores no dependientes
del contacto humano estén creciendo al mejorar su atractivo relativo,
el incremento de gasto asociado no compensará la disminución del gasto derivada
de la pérdida de ingresos en los sectores que se contraen.
Además, en el caso de la pandemia habrá un tercer efecto: el aumento de la desigualdad.
Como las máquinas no pueden contagiarse el virus, crecerá su atractivo relativo
para los empleadores, en particular en los sectores en contracción que usan
mano de obra relativamente menos cualificada. Y como las personas de bajos
ingresos gastan en bienes básicos una proporción mayor de lo que ganan que las
más pudientes, cualquier aumento que la automatización induzca en la
desigualdad será contractivo.
Las prioridades inmediatas están
claras desde el principio de la crisis. La más evidente es la necesidad de
encarar la emergencia sanitaria (por ejemplo, garantizar un suministro adecuado
de equipos de protección personal y capacidad hospitalaria), porque no puede
haber recuperación económica hasta que se haya contenido el virus. Al mismo
tiempo, para asegurar la rapidez de la recuperación llegado el momento, es
esencial implementar políticas que protejan a los más necesitados, provean
liquidez para evitar quiebras innecesarias y mantengan los vínculos entre
trabajadores y empresas.
Pero incluso acordadas estas necesidades
obvias, hay decisiones difíciles que tomar. No debemos rescatar empresas
(por ejemplo, tiendas minoristas tradicionales) que ya venían mal antes de la
crisis, ya que eso sólo serviría para crear «zombis» y limitar en última
instancia el dinamismo y el crecimiento. Tampoco empresas que ya estaban
demasiado endeudadas para soportar cualquier shock.
Como parece improbable que la COVID‑19
desaparezca en el corto plazo, hay tiempo suficiente para adecuar
el gasto a nuestras prioridades.
Ahora que se lanzan programas de gasto
público a gran escala, la ciudadanía tiene derecho a exigir que las empresas
que reciban ayudas contribuyan a la justicia social y racial, la mejora de la
salud y la transición hacia una economía más ecológica y más basada en el
conocimiento.
El gasto público bien dirigido, en particular la inversión en la transición
a una economía verde, puede ser oportuno, muy demandante de mano de obra (lo
que ayudará a resolver el problema del desempleo en alza) y sumamente
estimulante; es decir, su relación costo‑beneficio es mucho mejor que, por
ejemplo, la de una rebaja impositiva. No hay ninguna razón económica que impida
a los países (incluido Estados Unidos) adoptar grandes programas de
recuperación sostenidos que refuercen (o ayuden a hacer realidad) el tipo de
sociedad que dicen ser.
Pero lo que sí está muy claro, es que, si no hay una política consensuada a
nivel internacional, no será posible salir de esta crisis o, por lo menos, se
tardará mucho más y las consecuencias para la economía y, en definitiva, para
las personas, serán mucho más graves.
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